jueves, 5 de junio de 2008

Hodder con el carácter

Extracto de su biografía “Hodder con la vida”

En aquellos primeros días de otoño, Leo J. se sentía solo y perdido en su nuevo colegio. Solo hacía 2 semanas que habían comenzado las clases pero parecían como dos inviernos en calzonas en pleno Ártico y sin bronceador. A los ojos de los demás, Leo nunca pareció estar afectado. Aquél reflejo hacia el exterior, aquella tranquilidad (o cara de lerdo, según puntos de vista diferentes) se la debía sin duda a su padre, el cuál, cincel y martillo en ristre, llevaba ya 12 años forjando el carácter de su joven vástago. Cada vez que algo le afligía, cada vez que se rompía un brazo o se perdía entre la marea humana en que se convierte la plaza los sábados por la mañana, cada vez que uno de sus perros era atropellado, o alguno de sus hámsteres desaparecía cuál Houdini de sus jaulas para no regresar jamás… cada vez que la vida o su madre, le daba un golpe, Leo siempre recibía la misma cantinela de su progenitor: “Deja de llorar, límpiate los mocos y tráeme una cerveza” (léase cerveza, periódico o el cincel y el martillo para seguir forjando carácteres). Así, en los momentos de debilidad, Leo se acordaba de su padre y de sus herramientas, y las lágrimas de sus mejillas ascendían de nuevo a tal velocidad que su flequillo siempre pareció estar mojado.

En clase, Leo era un chico respetuoso con los demás y que esperaba el mismo trato. Era un chaval ordenado y pacífico. A las 10 de la mañana, justo en el cambio de clase, sacaba su termo de café y unas pequeñas pastas que untaba con “foie de cacao”. Pero la crueldad de esta sociedad (y no la mala leche de algunos energúmenos), nunca deja de estar presente, y ni que decir tiene, que Leo nunca llegó a terminar ni una taza ni a probar pasta alguna. “Es la envidia hacia quien saben que es extraordinariamente diferente”, citaría años más tarde.

Con el tiempo fue haciendo amigos en clase. Juntos, pasaron grandes momentos durante aquellos años de escuela. La cartuchera de Leo sirvió infinidad de veces como balón de rugby. Jugaban al pañuelito con su bocadillo del recreo y a la comba con su bufanda. Leo, haciendo gala de su gran generosidad ya desde tan temprana edad, nunca rechistó ni un pero ni un basta. Su propia camisa amordazada a su boca se lo impedía.

Otro gran recuerdo son las bromas que gastaban a los profesores. Y con cuanta deportividad encajaba nuestro héroe su recién adquirido cargo de cabecilla, a la hora de aguantar los castigos después de clase. En aquellas horas de soledad, de pie frente a la pared, Leo siempre pensaba en sus nuevos amigos, en su padre y en el martillo y el cincel. Y en cuan complicado carácter se estaba forjando.

M.S.G.
(Biógrafo y lameculos profesional)

1 comentarios:

carlos dijo...

¡¡Duro con él!!